Autor: Maestro Andreas

martes, 1 de febrero de 2011

Capítulo I

Con la velocidad del galope el aire alteraba su cabello crespo, igual que las crines del alazán que montaba a pelo cruzando los campos de su heredad camino del río. Llevaba un blusón de lino blanco, abierto hasta la mitad del pecho, y unas calzas de fieltro remetidas en las botas de gamuza y una daga al cinto como única defensa.

Para unos ojos de otras tierras parecería que huía. Pero no era así. O al menos no escapaba de nadie que no fuese de sí mismo. Era el señor. El amo de la vida y haciendas de sus vasallos. EL joven conde a quien en su feudo le apodaban el feroz, como si se tratase de una terrible alimaña o más propiamente de un lobo que diezmase los rebaños de los feudatarios de sus dominios.

A la altura de un viejo olmo levantó de manos al caballo, jalando sus largas crines, y oteó en rededor como si hubiese olfateado un venado herido. Siguió al paso unos metros y ya casi a la orilla del agua cristalina de un remanso descabalgó para continuar cautelosamente por si alguna fiera salvaje lo acechaba esperando saltar sobre él o su cabalgadura.

Vio un rastro de sangre en la hojarasca y extremó su cautela acercándose despacio con la diestra sobre el pomo del arma. Olió una mancha roja y no le pareció que era de un humano, por lo que, sin duda, la víctima tenía que ser el ciervo cuyo olor había percibido hacía unos instantes.

El rastro se dibujaba por la margen del agua y se perdía entre unos matorrales donde un venado, todavía vivo, yacía atravesado por una flecha. Nuño se inclinó sobre el animal moribundo y al sacar la daga para rematarlo alguien se abalanzó sobre él haciéndolo rodar por el suelo. El conde, un joven fuerte y atlético, se incorporó de un brinco y se revolvió contra el atacante derribándolo violentamente. Lo sujetó en el suelo y puso la daga en la garganta del enemigo dispuesto a rebanársela de un tajo, pero unos ojos oscuros, grandes, y con mirada clara casi de niño detuvo su mano y miró con fiereza a la criatura que aplastaba bajo su cuerpo.

Sólo era un zagal harapiento que apenas pudo agarrar con firmeza el cuchillo que ahora estaba tirado a dos pasos del lugar de la breve lucha. Pero dónde estaba el arco con el que abatió a la res?. Nuño se incorporó sin soltar al muchacho y le interrogó para que le dijera en que lugar había dejado el arma. El crío señaló hacia una mata y el conde lo arrastró hacia ese punto en el que encontró un carcaj con dos saetas y un arco muy rudimentario, además de una cuerda bastante larga.

Nuño maniató al chiquillo con la soga y lo lazó por el cuello para atarlo a un árbol no demasiado grueso como si se tratase de un perro asilvestrado. Luego remató al animal y lo cargó sobre los hombros para llevarlo hasta donde pastaba su caballo. Lo cruzó sobre las ancas del alazán y regresó con el noble bruto y su carga junto a su prisionero.

El chico no apartaba la mirada de su captor y permanecía atento a sus movimientos temiendo por su vida. No sabía quien era ese joven, pero por todo el contorno se hablaba de la desaparición de muchachos que jamás se volvía a saber de ellos y algunas gentes decían que era el feroz conde quien los mataba con sus propias manos y sus perros devoraban sus cuerpos y sus huesos, ya que nunca quedaba rastro de ellos.

Nuño desató del tronco la cuerda y subió al mozo a lomos del caballo, tumbado boca abajo como un fardo, y montó tras el cuerpo del crío para sostenerlo con una mano y evitar que cayese con el trote del alazán. Y emprendió camino en dirección norte a galope tendido como si le persiguiesen docenas de sabuesos empeñados en darle caza.

La carrera fue vertiginosa y los belfos del animal temblaban al resoplar como marcando el contrapunto al retumbar de sus cascos en la tierra. El mozalbete veía pasar el suelo con rapidez pero su cabeza no paraba ni un segundo quieta por los continuos saltos que daba sobre el lomo del cuadrúpedo y tenía ganas de vomitar. Y tras un largo trecho cruzando praderas y matorrales, se internaron en un extenso bosque sombrío y húmedo donde apenas se filtraba la luz del sol.

Y comprendió que se encontraba en la espesura que todos los campesinos bordeaban sin que nadie osase entrar en ella, puesto que para las gentes sencillas era el bosque negro. La fama y el apelativo popular se debía a la extendida creencia que de esa masa forestal nadie salía ni vivo ni muerto. Ya fuese a causa de fieras terroríficas que devorasen a todo el que entraba allí, como suponían unos, o por hechizos de brujas, tal como otros creían, lo cierto es que nadie podía contar lo que ocurría entre los enormes y frondosos árboles de aquel lugar.

Y el jinete se adentraba con su carga en el bosque sin miedo y sin detenerse ni mirar hacia los lados por si alguna alimaña pudiese atacarlos. El temor sólo anidaba en el zagal, puesto que ni el noble bruto de pelaje rojizo titubeaba al galopar más despacio abandonando el galope desenfrenado conque cruzara los campos hasta internarse en la foresta. Fuese por el viaje o por el pánico, el chiquillo arrojó por la boca lo que llevaba en el estómago manchando las botas de su opresor.

Nuño detuvo el caballo y desmontó. Bajó al crío y sujetó la cuerda al pescuezo del alazán. Buscó una hojas de helecho y limpió las manchas de vómito sobre la gamuza de su calzado. Miró al chico y le arreó un bofetón que lo hizo trastabillar como un pelele. El chico se tragó los sollozos que quisieron asomar a sus ojos negros y se mordió el labio inferior conteniendo la rabia y el furor que le subía desde el estómago como si fuesen más arcadas.

El conde montó de nuevo y puso a un trote cochinero al caballo obligando al zagal a correr a su lado como un perro de caza. El muchacho daba traspiés y le costaba esfuerzo mantener el ritmo de la carrera, pero no quería ser arrastrado por el suelo golpeándose en los guijarros y mordiendo el polvo. Seguramente sus días habían llegado a su fin, pero no estaba dispuesto a dejar este mundo de esa manera tal vil. Aquel joven altivo y de mirada penetrante, de la que saltaban chispas verdosas, mezcla de odio e ira, tendría que darle muerte con su propia mano hundiendo en su corazón la daga que llevaba colgada de la cintura, como lo hizo con el venado para que dejase de sufrir los estertores de la muerte.

El muchacho daría lo que fuese porque se detuviera el caballo, aunque nada tenía ya de más valor que los andrajos que vestía y unas alpargatas ya destrozadas que llevaba en los pies. Pero su vida, en tales circunstancias, valía mucho menos aún, puesto que ya no le quedaba duda que sus pocos años ya llegaran a su término.


Y de pronto, en un claro de verdes praderas, apareció la masa grisácea de un torreón almenado, sin que hondeara sobre sus muros el pendón de la casa condal que enseñoreaba todo el territorio en muchas leguas a la redonda. Ese no era el castillo del conde. El noble solar del señor estaba en otro lugar no demasiado alejado, pero no era ese el bastión principal del condado. Luego, quién habitaba esa orgullosa torre, pensó el zagal. Y quién era el joven que lo había tomado apresado?, se preguntó el indefenso chiquillo.
Ni podía suponer que ese era el joven conde ni que suerte le deparaba el destino en ese solitario torreón de piedra.

Pero no iba a tardar mucho en comenzar a saber lo que allí le aguardaba.

4 comentarios:

  1. Empieza muy bien. Me encantan las hisorias de dominación de épocas en que existían Señores y siervos, o en América Amos y esclavos, cadenas, grilletes y látigos auténticos. Vamos a ver cómo sigue.

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  2. Esperemos que no continue con bezuqueos y haciendo pareja con otro esclavo y amantes ya van dos...

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  3. Maestro! comenzamos una nueva aventura!!! gruñones abstenerse!!
    Besosss
    Eli

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  4. Este es el primer relato del amo Andres que me animo a leer y solo puedo decir que hasta el momento me gusta, por lo menos anuncia una buena trama y está muy bien redactado, se nota que se toma el trabajo enserio, libre de modismos que en otras ocasiones pueden servir pero en el presente trabajo su depuración del lenguaje lo hacen ser diferente, lo que se agradece. Tengo la impresión que nos encontraremos con una obra de real valor literario y no solo porno (y no es que no me guste el porno jejej) Dogo

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