Autor: Maestro Andreas

lunes, 14 de febrero de 2011

Capítulo VII

Los dos se habían quedado dormidos sin despegarse y el que primero abrió los ojos fue Guzmán. Una de sus manos estaba sobre el antebrazo de Nuño y el chaval rozó el vello con las yemas de los dedos, notando que su pene se empinaba de nuevo, y en todo su espalda y sus nalgas sentía el calor del otro cuerpo provocándole una agradable sensación de bienestar. Hubiera querido permanecer así indefinidamente y no pensar más en su suerte en manos del hombre dormido que lo abrazaba. Pero de vez en vez acudían a su mente las palabras de Bernardo insinuando que algo extraño podría ocurrirle en la torre.

Veía la luz del día y su estómago reclamaba alimento, pero por nada del mundo rompería la estrecha unión con el señor. Y, sin esperarlo, unas palabras susurradas en su oído le dijeron: “Has descansado?”. El crío no volvió la vista y sonriendo de comodidad respondió: “Nunca descansé mejor, mi señor”. “Te doy demasiado calor?”, preguntó el conde. “No, mi señor. Es el justo para estar como volando en el cielo”, contestó el chaval. Y Nuño le confesó: “Me gusta tenerte en mis brazos y sentir el calor de tu espalda en mi pecho. Y todavía me gusta más notar tus nalgas calientes y húmedas en mi vientre. Me invitan a entrar en ti y quedarme dentro de tu cuerpo”. El chico sonrió ante lo que tomó como una broma del conde y exclamó: “Señor, no cabéis en mí!. Vos sois mucho más grande que yo. Y, además por donde queréis entrar?. Mi boca no se puede abrir tanto!”. Nuño soltó una carcajada y apretó contra sí al crío diciendo: “Realmente eres encantador, Guzmán. Hablo de una manera figurada, ya que ni abriéndote en canal cabría dentro de ti. Y, además rajado desde la cabeza al pito, ya no me servirías de nada!. Para entrar en ti no necesito meter todo mi cuerpo dentro del tuyo. Basta con introducir una cosa y será como si estuviese metido entero en tu cuerpo”. “Y cómo es eso, mi señor?, preguntó Guzmán. “Lo sabrás cuando llegue el momento en que desee entrar para estar más unido a ti. Ahora me basta con tenerte así, muy pegado a mi piel y mezclar tu sudor con el mío.... Voy a a ordenar que nos sirvan de comer y beber y luego iré a inspeccionar la torre”. Y el conde llamó a Bernardo para que los atendiese con prontitud.

A media tarde, el conde bajó a las mazmorras y echó un vistazo a las jaulas en las que los furtivos esperaban su turno para ser escarmentados y a los calabozos donde encerraba a aquellos que ya los había convertido en perros y todavía estaban en período de adiestramiento.


En otra sala abovedada, previa a los lúgubres celdas, había media docena de jóvenes, cuyo único atuendo era una argolla de hierro al cuello y ya entrenados como perros, con los que salía a la caza de furtivos pertrechado de armas y cuerdas. Y al aparecer el señor se elevó un murmullo entre los dóciles sabuesos y a todos les acarició la cabeza con un gesto de deferencia por su fiel entrega.

Todos ellos habían superado la dura fase de entrenamiento a que los sometía su dueño para servirle adecuadamente en su jauría y sacarlos al bosque para rastrear otros furtivos, que, si daban la talla y podían ser de utilidad al señor, engrosarían la perrera. O, en caso contrario, quizás los dedicase a otros usos más adecuados para el ejemplar en cuestión. Ya que en contadas ocasiones terminaba por deshacerse de una captura por no ser aprovechable de algún modo. Y ningún mancebo atrapado cazando en las tierras del conde quedaba sin rendirle alguna utilidad.

Pero lo anormal hasta esa fecha, no sólo era el modo de haber apresado a Guzmán, mientras cabalgaba escapando de sus recuerdos y no yendo de cacería, sino también la situación en la que lo mantenía. Y sólo Bernardo sabía el motivo del trato diferente hacia el muchacho que seguía encerrado en los aposentos de su amo. Solamente le faltaba encadenarlo por una pata a una percha para parecer un pájaro exótico, como los que acostumbraban a tener algunas nobles damas en sus habitaciones para alegrarles la vista durante las horas muertas de aburrimiento esperando recibir los favores de su dueño y señor. Sus esposos, que de amantes solían tener muy poco para ellas. Y de ausentarse de la casa por largo tiempo, las dejaban cautivas con un cinturón de hierro en sus partes pudendas, cuya llave se llevaban ellos colgada del cuello.

La diferencia estaba en que para Nuño, su ave tenía un color mucho más vistoso que cualquier plumaje por brillante y colorido que fuese. Ser dueño de Guzmán iba camino de ser algo muy especial en la vida del joven conde si la suerte le era propicia al crío.

Nuño inspeccionó a todos y cada uno de los perros, que lo rodeaban buscando su mirada o alguna otra señal de afecto, y les anunció que irían de caza al día siguiente, nada más romper el alba. Pues al volver a la torre, había visto señales inequívocas de que algún merodeador andaba suelto por sus dominios.

Era habitual, asimismo, que Bernardo acompañase a su amo en las visitas a los sótanos de la torre, pero en esa ocasión le había ordenado que atendiese a Guzmán, que más que un furtivo capturado por el conde, parecía el huésped de honor de su casa. Más al esclavo ya le estaba cayendo bien el chaval y se esmeraba más de lo previsto en cuidarlo y hacer que su vida fuese lo más agradable posible durante el tiempo que permaneciese cautivo en las estancias nobles que ocupaba su señor.

Antes de abandonar el subterráneo, el conde comprobó el estado de los jóvenes allí encerrados , revisándoles las señales de los azotes y el ojo del culo a todos ellos , para ver si las heridas cicatrizaban adecuadamente sin problemas de infección o inflamaciones que provocasen daños irreparables que los inutilizasen para servirle. Si algo le importaba a Nuño era la salud y el estado físico de sus esclavos. Sobre todo de aquellos que podían ser destinados a la caza y captura de otros furtivos. Y a pesar del rigor de los castigos por sus torpezas o renuncios y el dolor al ser desvirgados o la dureza del adiestramiento, una vez sometidos, ninguno de ellos deseaba abandonar la torre y dejar de pertenecer a su amo, el joven conde feroz. Y, contrariamente a lo que pudiera pensarse, el peor castigo para esos perros era no volver a ser usados sexualmente por el señor. Que era lo que lógicamente le sucedía a la mayoría de ellos, dado que una vez catados y acostumbrados a ser sodomizados, normalmente no volvían a ser follados por el conde ni por nadie, si continuaban en su poder, puesto que acabada la tensión del estreno y pasada la novedad de probar sus cuerpos, prefería dedicar su potencia sexual a romper otros culos recién capturados y aún enteros. Pero a ninguno le había dedicado tantos miramientos ni cuidados como a Guzmán. La suya constituía una situación inusual y seguramente irrepetible, que solamente justificaba la luminosa noche de sus ojos en la que a Nuño le parecía ver reflejado a Yusuf.

Cuando el señor entró de nuevo en su aposento, el rapaz aguardaba sentado en un escabel mirando la arboleda que se extendía frente a la torre. Y le dijo: “Añoras la libertad de un jilguero?”. Pero el chico volvió la cabeza hacia él, miró al suelo y no respondió. Y el conde le preguntó otra vez: “Te sientes enjaulado?”. “No, mi señor. Pero echo de menos el aire en mi cara y el ruido del agua al correr por el río”, contestó Guzmán. Nuño lo abrazó por detrás y le besó el pelo. Y lo levantó para besarle la frente solamente, pero el chico le pidió más desde el fondo de los ojos y Nuño le besó la boca con más pasión y vehemencia que la primera vez. Y sin dejar de mezclar la saliva e introducirle la lengua, lo llevó al lecho tumbándose sobre el muchacho que cayó de espaldas sobre los almohadones.

El círculo se cerraba cada vez más y estaba resultando ser una trampa en la que caían tanto el cazador como su presa, sin percibir hasta donde llegaban jugando con un afecto que se hacía más intenso y ardiente a cada paso que daban en su ritual de acercamiento previo al apareamiento que tendría que venir.

Y Bernardo sólo aguardaba acontecimientos y órdenes de su amo.

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